En la ciudad no hay
atajos, por lo que resulta fácil terminar rodeado ante lo desconocido. Una vez
lejos del resguardo del hogar, cada quien realiza sus propios pactos con la
calle: es de suma importancia saber dónde pisar, dónde escupir, dónde prestar
atención, dónde no enterarse de nada; en la calle, a todas horas, realizamos ejercicios
de sobrevivencia. Aun así, puede que choques con alguien, un semejante, al ingresar
al metro o bajar del microbús. Afuera, las vivencias se relacionan de modos imprevistos.
El desconocido te entrega una bolsa negra. Huye horrorizado. Piensas abandonar
la bolsa antes de ser visto. Pero la curiosidad te corrompe más que el temor, y
abres la bolsa para mirar su contenido. Adentro hallas un corazón, bombeando
todavía. Te acercas a una patrulla estacionada en las inmediaciones, pretendes explicar
a los uniformados cómo es que aquel órgano ha llegado hasta tus manos; ellos evaden
cualquier explicación: por portar un corazón de ese tamaño en la calle, te han
juzgado criminal. Mientras discuten a qué penal van a trasladarte, escapas, escabulléndote
por los andadores, brincándote jardines y zotehuelas, hasta discernir que estás
solo, huyendo de nadie. Llegas a la casa de tu chava, te exhorta a mostrarle aquello
que traes en manos. Con cada mes de noviazgo ambos han fracturado los lazos de
confianza. Aceptas enseñarle el corazón por evadir otra pelea. Ella piensa que eres
un desquiciado, hoy más que nunca. Esta es la gota que derramó el tinaco. Ahora
te acusa de asesino. Prohíbe que vayas a visitarla de nuevo. Por tu parte,
también decides desaparecer de su vida. Piensas esconder el corazón en algún sitio,
dispuesto a olvidarlo, como si se tratara de un bulto de joyas ensangrentadas,
el corazón sigue bombeando. Pero algún día pretendes volver, desenterrar el
corazón y adquirir la fuerza suficiente para entregárselo a cualquier
desconocido.
Ulisses Luján Rodríguez