martes, 25 de octubre de 2016

Labor de voluntad


En la ciudad no hay atajos, por lo que resulta fácil terminar rodeado ante lo desconocido. Una vez lejos del resguardo del hogar, cada quien realiza sus propios pactos con la calle: es de suma importancia saber dónde pisar, dónde escupir, dónde prestar atención, dónde no enterarse de nada; en la calle, a todas horas, realizamos ejercicios de sobrevivencia. Aun así, puede que choques con alguien, un semejante, al ingresar al metro o bajar del microbús. Afuera, las vivencias se relacionan de modos imprevistos. El desconocido te entrega una bolsa negra. Huye horrorizado. Piensas abandonar la bolsa antes de ser visto. Pero la curiosidad te corrompe más que el temor, y abres la bolsa para mirar su contenido. Adentro hallas un corazón, bombeando todavía. Te acercas a una patrulla estacionada en las inmediaciones, pretendes explicar a los uniformados cómo es que aquel órgano ha llegado hasta tus manos; ellos evaden cualquier explicación: por portar un corazón de ese tamaño en la calle, te han juzgado criminal. Mientras discuten a qué penal van a trasladarte, escapas, escabulléndote por los andadores, brincándote jardines y zotehuelas, hasta discernir que estás solo, huyendo de nadie. Llegas a la casa de tu chava, te exhorta a mostrarle aquello que traes en manos. Con cada mes de noviazgo ambos han fracturado los lazos de confianza. Aceptas enseñarle el corazón por evadir otra pelea. Ella piensa que eres un desquiciado, hoy más que nunca. Esta es la gota que derramó el tinaco. Ahora te acusa de asesino. Prohíbe que vayas a visitarla de nuevo. Por tu parte, también decides desaparecer de su vida. Piensas esconder el corazón en algún sitio, dispuesto a olvidarlo, como si se tratara de un bulto de joyas ensangrentadas, el corazón sigue bombeando. Pero algún día pretendes volver, desenterrar el corazón y adquirir la fuerza suficiente para entregárselo a cualquier desconocido.

Ulisses Luján Rodríguez



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